Pese a la lluvia que caía isistentemente, salió de su casa, atravesó por la vereda, de la finca vecina, como si la prisa le obligara. Y se encaminó, hacia el pueblo.
Aquel día de Viernes Santo,era desapacible y oscuro. Agustín, cabizbajo, arrastrando los pies, por aquellas losas gastadas y centerarias del empedrado de aquella calle, se dirigía a la Iglesia. Subía las escaleras, hacia el portón desvencijado, absorto en aquellos pensamientos, sin saber bien dónde iba ni porqué. Hacía cálculos, no alcanzaba a comprender lo que le estaba quemando por dentro, y le mordía la boca del estómago. Además sentía como si se fuera a hundir la tierra bajo sus pies. Una sensación de desemparo que jamás había conocido.
Si los rumores sobre su mujer, eran ciertos, tenia que tomar una decisión rápida y ejemplar. Pero no llegaba a imaginar ni podía saber, si eran chismorreos de lavadero, o verdades como puños. Jamás había tenido queja alguna del amor de ella hacia él. Ni de su comportamiento como compañera y madre de sus hijos, pero eso no menguaba su desatino y seguía anidando en su alma una sombra de traición.
Sí, aquel veneno que había soltado “el pirao”, sin pensar ser oído, reventaba los cimientos de su hogar, destruía como arrasa un rayo de verano, toda su voluntad. Toda su esperanza.
Cierto, necesitaba salir dudas. Pero ¿cómo? ¿a quién le preguntaría?, ¿a ella quizás?. Quería aferrarse a un hierro caliente, porque la razón le hacia ver al mismo tiempo, el ridículo que haría, de impartir castigo sin una certeza incuestionable y sin un razonamiento previo.
El camino hasta arriba, en el umbral le hizo resoplar. Se mantenía joven, dinámico, pero ya peinaba canas, desde muchos inviernos atrás, y su mirada, no era brillante, se había tornado apagada, vidriosa y esto le delataba. Ya no era aquel hombre hablador, dicharachero, que todos conocían. Y que era también el que enamoró a su mujer. Cuantas lunas, cuantas caricias, cuantas idas y venidas, por la geografía de su piel. Por la suavidad de su pelo castaño, a veces anudado, y otras completamente suelto y ondulado. Por quererla con tanta pasión y solamente por eso es por lo que ahora experimentaba una desazón, y le invalidaba para poner sus pensamientos en orden.. porque no sabía como iba reaccionar, en su presencia. Y casualmente ahora que al vida le había vuelto mas sensato, y mas equilibrado y sus dictados era escuchados y comentados por los demás. Por esto tenía que asegurar y mucho, la decisión a tomar.
Abrió el portalón, y éste empezó a quejarse, a chirriar. Le pareció que estaba muy ruidoso y viejo. Los bancos vacíos, el altar iluminado y con cien velas adornado, como no lo estaban, en las demás celebraciones eclesiásticas, pero esto lo ignoraba. Nunca subía. Pero retumbaban en sus oídos las palabras del oficiante: Tu Agustin, juras por Diós, y ante todos que la cuidarás, que la respetarás en la salud y en la enfermedad. . . . .
Silencio absoluto. Avanzaba por el centro, con su ropas mojadas que parecían colgadas de un palo. Quieto. Espectante. Su mirada se había vuelto inquisidora, y en medio de aquella soledad,
estaba vencido, esperado una respuesta que creyó, la encontraría allí.