
Isabel, pasaba todos los días, por aquella calle. Era de las mas viejas de la ciudad. Se la conocía muy bien. Sabía de todas las baldosas que a medio levantar debía de evitar para no tropezar con ellas y lastimarse. Hacia tiempo que observava todas las casas. Pocas personas y muchos gatos Los había de todos los colores.
Las casuchas todas ellas unifamiliares, de una sola planta, dejaban entrever a sus moradores, ambiguamente, por sus ventanas, a pié de calle Al tiempo se fijó en una, cuyas cortinas, nunca se movían y se adivinaba una tenue luz siempre prendida, en el mismo sitio. Isabel, al pasar por allí tantas veces, empezó a fijarse, y a despertar su curiosidad, por saber el porqué de tan extraña circunstancia. Tanto si era noche como el día. siempre la misma luz, siempre la misma intensidad, y siempre la casa sin movimiento alguno.
Una tarde vio salir de una de las viviendas, una mujer anciana y desvalida que al empujar la puerta tras de sí, sacó una llave de sus roídos bolsillos, y cerró. Adelantó sus pasos y al alcanzar a la anciana le preguntó, por su vecina. Mi vecina? le dijo. No, yo no tengo ningún vecino, le contestó. Pero, ¿i las luces?... ¿que luces? Isabel retrocedió unos pasos, tomando al mismo tiempo el brazo de la mujer que se dejó conducir por la joven sin oponer resistencia. Isabel sin casi acercarse, le muestra la ventana: Es esta. le dijo. La buena mujer frunció el entrecejo, y haciendo una mueca dijo: Ahí vivió Anselmo hasta que murió, hará medio año o por ahí. ¿Y la luz? ¿que luz? -contestó la vieja- Era evidente que ella no la veía.
Isabel ya no quiso saber más. Dio las gracias cortesmente, y empezó a andar con sigilo, en silencio, midiendo sus pasos. No podía ser verdad!. Su padre que había fallecido hacia justamente 6 meses atrás; aquella luz que la iluminaba a ella y solamente a ella, y la mostraba el camino a seguir todos los días.